A mí las Navidades me gustan. Y los regalos, pues también, para qué nos vamos a engañar.
Yo siempre he sido de Papá Noël. Bueno, siendo sincera, he tocado un poco todos los palos. En Reyes e incluso ¡nochevieja! también me caía algún detallito. Pero mi coraçao siempre ha estado más unido a ese obeso barbudo que viste de rojo.
Cuando era pequeña, seguía, como imagino que hacíais todos vosotros, un verdadero ritual en lo que a los regalos se refiere.
Ni loterías, ni polvorones ni arbolitos. No. Para mí las Navidades daban comienzo oficialmente cuando llegaba al buzón el folleto de Toys 'R' Us. Empezaba yo entonces un duro proceso de selección. Había que hacer la lista de "los escogidos", esos juguetes que aparecerían en mi futura carta a Papá Noel y que él se encargaría de conseguir y distribuír después entre mi casa, la de mis abuelos y la de mis tíos.
Prácticamente todo el catálogo me hacía suspirar, por supuesto. Pero a mí me han enseñado que no hay que ser excesivamente pedigüeña, así que debía descartar y quedarme con cuatro o cinco cosas. Normalmente en mi carta nunca fallaban los juegos de mesa y las muñecas, pero la verdad es que mis preferencias solían ser variadas.
A lo largo de toda mi niñez he disfrutado con cada uno de los regalos que mis familiares me han hecho (perdón, Papá Noel y los Reyes). Pero hay unos cuantos que han quedado especialmente grabados en mi memoria. Son los siguientes.
Las Cabbage Patch Kids, esas muñecas mofletudas que te miraban fijamente con sus ojos grandes y redondos. Yo tuve una, a la que llamé Violeta, mi nombre favoritísimo por aquella época. Me encantaba peinar su moldeable y castaño cabello.
Mi perro Gogo. Lo adoraba. Ya que no paraba de dar el coñazo con lo mucho que quería tener un perrito, me regalaron este, que no cagaba ni meaba, así no había que sacarlo y solucionao el problema.
El Uva Plof. My god cómo me gustaba este juego. Plastilina, una bota gigante para aplastar a las uvas... ¿es que se puede pedir algo mejor? ¡No! Aún lo conservo, pero me da a mí que la pasta con la que se hacían las uvitas debe de estar más dura que una piedra.
La casa de las Barbies. Madre mía qué sorpresón me llevé al abrir el regalo que mi hicieron mis abuelos. Me tangaron. Llevaban semanas diciéndome que Los Reyes (porque este regalo era de los de Reyes) no habían podido conseguirlo. Y me lo creí. Me sonaba raro que ellos, que podían lograr cualquier cosa, no pudieran traerme mi soñado maletín. Al final, fue mío;)
El hospital de las Polly Pocket. Esto ya me pilló algo más mayorcita. Creo que fue de los últimos juguetes infatiles que recibí. Me gustaba mucho. Encajaba todo tan bien al cerrar la casita. Y ojo, que la lámpara de la recepción... tenía ¡¡LUZ!!
También me gustaban los juegos de niño, ojo. Y mira que a mí los coches ni fu ni fa, pero este Scalextric me lo hacía pasar teta. Eso sí, pobres mis padres cada vez que a mí se me antojaba usarlo, porque una habitación entera había que poner patas arriba para montar el aparatejo.
No os vayáis a pensar, que también hubo juegos que siempre quise tener pero jamás conseguí.
Nunca en la vida he tenido un noséqué-nova. Tal vez de ahí venga mi absoluta nulidad en el terreno de las manualidades.
Mis padres siempre se negaron a comprarme una videoconsola. Y ahora pasa lo que pasa. Que estoy más enganchada a los Angry Birds que un friki a Juego de Tronos.
Tampoco llegué a lograr convencer a mis padres para que me regalaran Línea Directa. No me miréis así. Quería escuchar al chico rubio de pelo cacerola decir: "Es cierto. Me gustas".
En fin. No siempre se puede tener todo. Y menos mal;)
Ahora no me regalan tantos juegos, aunque alguno cae de vez en cuando. Que yo, en el fondo, sigo siendo una chiquilla caprichosa.
Tal vez lo que más abunde ahora en mi carta a Papá Noel (nada de wishlist ni leches) sea la ropa. Como esta camisa granate que me envió desde Manchester mi cuñadamiga Sari.
Qué bien me conocen. Saben cómo contentarme.